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jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Los libelos de las libélulas?

Si usted piensa que al ir a ver Las Tandas del Centenario se va a encontrar con buen teatro... está usted en lo cierto. Y tal vez sea lo único que necesita saber para comprarse un boleto en primera fila, o en el lugar que usted prefiera, y sentarse a saborear una deliciosa tarde-noche en compañía de sus seres queridos. El entretenimiento está asegurado, y le garantizo que al menos sale usted con una amplia sonrisa, gustoso de haber decidido conocer esta propuesta, de la que, si quiere usted saber más, ya le platico en las siguientes líneas./
Producto de un concienzudo proceso de investigación sobre la Historia del Teatro de Revista ligada a la Historia de México, Pedro Kóminik trae este concepto personal en donde se reencuentra con sus raíces mexicanas y teatreras, reafirmándose en cada línea y en cada nota de las canciones interpretadas./
El oficio del escritor Carlos Pascual -a quien se le pidió ayuda para elaborar el texto y dirigir la escena- queda manifiesto en la riqueza del lenguaje y el cuidado de los albures. El nivel es muy bueno, se nota su experiencia en la elaboración de personajes, situaciones y enredos que en este caso, con un estilo descaradamente brechtiano, nos narra la historia de un grupo de actores, músicos y cantantes que son sometidos a los abusos de Doña Genara, la administradora del teatro que está supeditada a la figura en el poder, de acuerdo a sus intereses monetarios./
La obra transcurre con aparente ligereza, así que no espere usted encontrar una crítica social directa como en tiempos de Palillo, ni una producción de 40 tiples, pues corre el peligro de salir decepcionado; más bien le invito a buscar la reflexión desde el centro mismo de la vida de los personajes y en el profundo contenido de los textos. Comparto aquí mi muy personal visión:/
Mariano Ocampo -Pedro Kóminik-: Galán fiel, secreto militante de la ideología liberal, el personaje de este dandy tiene un obscuro perfil que se oculta como la cara perdida de la pérfida Luna: es un traidor, una falsa víctima de los tiempos y circunstancias. Tras la brillante apariencia de un empresario exitoso, se esconde un ser pusilánime y convenenciero cuyo gestus de acariciar constantemente un real de oro, nos revela a un hombre frívolo con sueños de ser revolucionario. Podemos en momentos odiarlo, ver asomarse a la maldad detrás de su rostro ambicioso y sin escrúpulos, pero quizás gracias a que el personaje fue estrictamente creado para este actor, nunca alcanzamos a detestarlo, nunca llega a ser tan insoportablemente indignante. El carisma de Kóminik rebasa todo intento de apasionamiento con el personaje en cuestión. Tal vez hizo falta hacer más énfasis en la debilidad de carácter de Mariano Ocampo, pero esto hubiera llevado a la utilización de otro género, y me queda claro que no se quería dejar un mensaje trágico al espectador. Sin embargo el uso de la tragicomedia para temas como este y en estos momentos es cruel y desgarrador: un final abierto es posiblemente la causa de las críticas que ha recibido la puesta, y en las que abundaré un poco más adelante./
Quien conoce el talento de este gran artista, no se sorprenderá al verlo bailar, escucharlo cantar y hacer varios personajes como dueño del teatro en donde se desarrolla la ficción. Y antes de que diga usted que el señor se luce, me adelanto a defenderle sin reservas, pues en los teatros de revista de principios de siglo era inexcusable entrarle a todo en los números presentados, y sin embargo, sólo tiene uno para él solo, por lo que no verá un concierto de sus habilidades, sino que encontrará variedad, no le quepa la menor duda.


Doña Genara Padilla -Pilar Boliver-: Hay que reconocerlo, la señora es graciosa por naturaleza, pero...sin demeritar la preparación actoral y los años de carrera que le anteceden, la también conductora de Farándula 40 está sobreactuada la mayor parte del tiempo. Instalada en la encarnación de Jim Carrey o de Dario T. Pie, no me gustó demasiado. Es cierto que de todos los personajes es la que más arranca sonrisas, pues entre su figura, los gestos y la voz, alcanza momentos de verdadera hilaridad con el público, pero sí, el humor que trabaja es muy cliché, y en las maneras a veces no se sabe si está uno viendo a La Roña o a La Manigüis. De acuerdo con sus tablas y talento, dudo que no pudiera sacarle una personalidad distinta a la ambiciosa administradora. Me parece que confió demasiado en su personalidad, en la naturalidad con que puede burlarse de las cosas y las personas, lo que afortunadamente para ella, le hace tener un buen click con la gente, que finalmente le regala una muy buena ovación. Aunque no tiene número musical, pues su personaje sólo administra los dineros, es muy gracioso verla queriendo robarse la escena en varios momentos. Seguramente le gustará.

Carlos Truchuela -Eugenio Bartilotti-: Si alguien se disputa el ángel con el protagonista, este actor es quien lo hace. Y no hablo del Ángel de la Independencia que sirve de fondo para un número musical, sino del halo de honestidad, talento y buena vibra que rodean al mencionado actor. Eugenio no sólo es bueno en los números musicales y en las diversas caracterizaciones, sino en su recreación de un Truchuela siempre taciturno, agobiado, sin esperanzas. Aun si esto fuera poco, el actor que parece estar en un gran momento de su carrera luce excelente en la comedia, muy versátil entre los números de "Jodoncio y Afrodisia" y "Los Pelados", este último, maravilloso. Por mucho uno de mis favoritos.

Y aquí es donde me gustaría hacer una acotación: no parece casual que el personaje que interpreta Bartilotti: dramaturgo y actor soñador, quien termina vendiéndole el alma al Diablo, se llame precisamente Carlos. ¿Una auto referencia, señor Pascual? El detalle me pareció un guiño triste, certero, aunque un poco superficial. El escritor constantemente cuestionado por su clase social o preferencia sexual, siempre hambriento de reconocimiento y fortuna, es capaz de hacer cualquier cosa en pos de obtener dichos beneficios. Pareciera un intento de Pascual por hacerse trizas, y con él a muchos grandes talentos de carne y hueso, encima de cuyas cabezas pesa la sombra de Televisa, esa empresa gigantesca que durante mucho tiempo abanderó los intereses del gobierno y que ahora lucha por deslavar esa imagen con muy contados aciertos. De ahí que me parece -al menos- un buen truco, escribir el papel para actores carismáticos en estos dos personajes: uno se llega a olvidar de que se traicionan a sí mismos y de que se disculpan todo el tiempo, incluso citando al mismísimo Brecht./
Las Tiples -Dalia Rodríguez, Olinca Velázquez, Verónica Alvarado-: Variadita la situación. Quien hace el papel de Carlota es una soprano que no entiendo si desafina a propósito, o es que las funciones han sido tan intensas, que le tienen horrible la voz a la pobre dama, aunque es sabido que quien alcanza notas muy altas cautiva al público casi por defecto, así que no le va mal en el aplauso. Quien hace el papel de Lupita al parecer es muy joven pero tiene todo para ser una excelente actriz, ya que a diferencia de las demás, transmite una energía muy positiva, de mucha franqueza y profesionalismo. Y quien aparece en el papel de Romualda, sobrina de Doña Genara, es la que menos brilla de todas, amén del encomiable esfuerzo que representa la preparación de los números en que aparece. Pero a fin de cuentas, en esa época, estrellas de revista como María Conesa sustituían su falta de técnica vocal con otros dones, como la chispa de una apabullante personalidad, y en este caso por lo pronto, el reparto está muy bien balanceado, no encontramos miscast alguno: la aspirante a dama de alcurnia, la que se siente diva y la representante de la mujer del pueblo están... que ni mandadas a hacer, producto del buen ojo de quienes tuvieron la responsabilidad de elegir al elenco. En las tiples se encuentra un equilibrio de caracteres que le va muy bien al concepto.

Los músicos son encantadores, su talento indiscutible y su arte, parte imprescindible del montaje; las canciones son fantásticas, me parece que originales de la época en la mayoría de los casos, por lo que ayudan a generar el ambiente melancólico por un México perdido; las coreografías son divertidas y el discurso...el discurso es demoledor: "El mundo está cambiando y por lo mismo, nosotros no debemos cambiar." "Los cómicos nunca hemos cambiado al mundo." (Ouch!)

Por diálogos como estos el trabajo ha recibido algunas críticas, como el haber desperdiciado "una oportunidad inmejorable de dar vino nuevo en odres viejos"(1) o se le calificó de "apenas una débil nota amable muy al margen de lo que interesa vitalmente."(2) Y sin afán de convertir esto en una apología de la obra, al parecer los periodistas citados se acercaron con demasiadas expectativas políticas dadas sus propias referencias históricas del género, mismas que no dudan en mencionar como argumento para respaldar sus opiniones.

Aquí les concedo un poco de razón, ya que el espectador nacional está ávido de propuestas comprometidas, sobre todo en tiempos de violencia y desencanto, pero no es justo politizar una obra que tiene tanto tiempo de producción, investigación y alma de los implicados, aduciendo una "moda derechista", es decir, una "invitación al inmovilismo ante cualquier cambio." Creo que no puede reducirse a eso: al menos a simple vista, este concepto no pretendía ser un panfleto político, por eso nunca lo prometió así la propaganda. Tampoco es una denuncia tan cruda como el más reciente filme de Luis Estrada, ni mucho menos un homenaje a los héroes de la patria como la última serie histórica de Televisa (en donde, dicho sea de paso, Kóminik y Pascual tuvieron una importante aportación teórica y artística).

Las Tandas del Centenario es una propuesta estética, un punto de vista personal, enrarecido quizá en cierta medida por el logotipo de los festejos oficiales, la beca del FONCA -dinero sin el que, seguramente los vestuarios y la escenografía no estarían tan lucidores-y el ansia de que alguien nos diga las cosas a quemarropa. Por lo tanto la obra no es un "mal melodrama" como lo califica la periodista en su artículo, es una "gran tragicomedia", tan grande que devela sin miramientos el motor de quienes se dicen artistas en la sociedad mexicana, y no sólo eso, sino que deja muy claro que los nuestros, como los de hace un siglo, son tiempos de una cruenta lucha por la supervivencia, únicamente justificable por el miedo en el que nos hallamos inmersos todos.

Cierto que una comedia en donde quedaran ridiculizadas las debilidades de Mariano o de Doña Genara podría haber sido más fuerte, más golpeadora, y la motivación a la reflexión tal vez sería más efectiva, se vislumbraría una postura más clara. Aquí sí coincido con Olga Harmony: "extraña en un escritor ganador del Premio Bicentenario de Novela Histórica." y además, con tanto callo dentro de este género.
También estoy de acuerdo con Bruno Bert en que al tratar de revivir la época del teatro de revista -casi abuelo de nuestro actual cabaret-"ni podemos reproducir lo de antaño ni tiene demasiada importancia hacerlo"...

...¡pero a este artista se le pegó la gana, ¿y qué?! Vive la liberté d'expression!! No está apelando a la movilización armada, es más, en la mayoría de los asistentes puede que apenas provoque la movilización intelectual, pero la movilización emocional está a flor de piel, es inevitable, pues nos pega en la nostalgia, y lo que es más laudable: los mexicanos actuales -y sobre todo las generaciones jóvenes- ¡alcanzamos a extrañar un país que ni siquiera conocimos en carne propia!, ¡añoramos unos tiempos en que los espectáculos populares eran aaaaaaaabsolutamente otra cosa! y eso en tan solo dos horas que se viven como una montaña rusa de sentimientos. La adrenalina es tal, que es casi seguro que le quedarán ganas de volver... pero de volver para verla una segunda vez, o si se puede, una tercera, ¿y sabe por qué? porque Las Tandas del Centenario no se parece a nada de lo que hay actualmente en oferta teatral respecto al tema.

Ya usted verá lo que quiera ver y se identificará con el personaje que usted quiera, que yo al menos, me encontré reflejada en Lupita: mujer mexicana, trabajadora, digna y sobre todo tontamente enamorada, muy -pero muy- a pesar suyo.

La temporada termina este domingo 26 de septiembre en el Julio Castillo, así que aún tiene una semana para disfrutar esta puesta que, lo que es a mí, me dejó satisfecha, inspirada, reflexiva...


♪♫"Y algo más también, difícil de decir...y algo más también, que no he de repetir..."♪ ♫ ;)


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viernes, 7 de mayo de 2010

¿Llorar más, reír menos?

¿Cuál es la diferencia entre caer bien y hacerse el chistocito? ¿Hasta dónde podemos decir que el humor es inteligente y hasta dónde que es una simple ligereza?
Hace poco se me invitó a participar en un cortometraje titulado "Las Plañideras", cuyo guión venía acompañado de una muy seria investigación respectiva a las mujeres que en la antigüedad eran pagadas en los sepelios, con el fin de ayudar a sacar el llanto a los dolientes por medio de sus rezos, cantos y lágrimas.

Por algo el oficio del payaso o clown -curiosamente ejercido en su mayoría por hombres- tiene una historia tan antigua como el de la plañidera -ejercido por mujeres, y más recientemente hombres femeninos-; porque siempre en todas las sociedades, sobre todo en las más caóticas, ha hecho falta liberar la pasión por medio de la risa o del llanto, y estas ciudades de nuestros tiempos no pueden estar excentas de ellos.

Ahora las lloronas, plañideras o lamentatrices ya casi no se utilizan mas que en ciertos poblados remotos en donde aún permanece la tradición. En cambio los payasos, cómicos y chistosos natos han invadido todos los medios de la sociedad, porque la risa no es algo que se asocie con la vergüenza, pero el llanto sí. La gente reprime mucho las lágrimas bajo el supuesto de que llorar es señal de debilidad, y en un mundo guiado por el pesado deber de ser competitivos, "mostrarte frágil lastima tu imagen", tal como me lo dijo una vez, y muy convencido, un exitoso publicista.

Yo no me explicaba por qué los espectáculos cómicos tenían siempre más éxito que los serios, por qué la gente llenaba más los shows de carcajada barata que los de teatro clásico, por ejemplo. Y no, no necesariamente tiene que ver el bajo nivel de cultura general que posee la media de nuestra población, no. El hecho de que la gente busque más a Polo Polo que a Eurípides por el grado de esfuerzo mental que requiere entender a uno y otro, me queda clarísimo; pero creo que va más allá, pues también es mayor el esfuerzo que supone dolerse de las cuitas que nos son ajenas, que el de burlarnos de ellas. Y creo que ahí encuentro un punto crucial en el tema de la risa frívola: reírse del otro, pero no reconocerse en él.

Decía Rabindranath Tagore que cuando el hombre sonrió, el mundo le amó, mas cuando rió, le tuvo miedo. Y si no lo entrecomillo como es debido cuando se citan textualmente palabras que no son propias, es porque esta frase me ha sido propia desde hace ya muchísimos años. Siempre desprecié la risa fácil, y no tiene nada que ver con el origen de ello: debido a mi dentadura imperfecta no aprovecho la menor provocación para presumir el encanto de mi sonrisa. Más bien como Mixtli, el héroe del Best Seller de Gary Jennings, mi inevitable miopía me hace ver mejor las cosas de cerca para apreciarlas antes de soltar un juicio tan descarado y "espontáneo" como lo es la risa.

Ahora entrecomillo el término espontáneo porque en muchas personas la risa pretende serlo, pero no es más que un acto reflejo supeditado a la voluntad para manifestar un sinfín de actitudes que van desde la más velada coquetería hasta el más abierto desprecio. La risa confunde, Tagore tenía razón, reírse es perverso, reírse es algo que nos permite hacer saber al mundo que nuestro cerebro es privilegiado, superior al resto de las especies. Reírnos pocas veces resulta espontáneo, a veces ni la propia sonrisa lo es. Hemos llegado a mecanizar el llanto y la risa de modo tal que son usados a capricho, habiendo anulado con esto el origen genuino de tales expresiones.

Pero ello no significa que llorar sea sólo propio de la gente buena, y reír de la gente mala, si como bueno y malo entendemos la virtud y el vicio. Y tampoco el que llora siempre es manipulador o el que ríe siempre es cínico. Ambas expresiones son tan complejas porque en ellas se resume precisamente la paradoja del ser humano: puede llorar cuando lo invade una profunda felicidad, o reír cuando un dolor inmenso se anida en el fondo de sí mismo.

Llorar ante otros, sin embargo, es señalado como signo de locura, de histeria (de ahí que se asocie mayormente con la femineidad y se reprima en los varones); mientras que reír a solas, tiene el mismo destino. Para llorar, hay que hacerlo en privado, y reír es una poderosa arma para socializar. La gente aprovecha la obscuridad del cine, por ejemplo, para dejar caer una que otra lágrima cuando se conmueve con las situaciones presentadas, pero no siempre. Hay personas que están imposibilitadas para empatizar con circunstancias dolorosas ajenas, ya sean reales o ficticias.

Por otro lado, quedarse impávido ante una anécdota en donde se espera la risa, puede ser o no una especie de bloqueo o imposibilidad para reír. Provocar la risa es algo demasiado difícil, no cualquiera puede hacerlo. De ahí que hablar de Slava Polunin no sea para nada lo mismo que hablar del Payaso Platanito, por más que los dos se pinten la cara de payasos.

A todos pueden dolernos casi las mismas cosas, por eso escribir y actuar una condición trágica siempre resulta más efectivo que al querer construir un momento chusco. No a todos nos hacen reír el mismo tipo de chistes, algunas cosas que divierten a unos, pueden irremediablemente ofender a otros; y lo que a algunas personas puede parecerle sublime y conmovedor, digno de una sonrisa tierna y satisfactoria, para otros puede ser insufriblemente aburrido. Y no nada más tiene que ver con el chiste o la ocasión, lo cual es lo más importante escénicamente hablando, sino con la persona que lo cuenta, cómo lo cuenta y en dónde lo cuenta.

Por ejemplo un chiste político en el cabaret puede ser hilarante, mientras que el mismo chiste en televisión puede ser indignante. Exponer el cuerpo desnudo puede ser grotesco o estético, dependiendo del contexto, fingir un orgasmo puede ser muy erótico o muy vulgar... etcétera.

Cualquier cosa que pretenda provocar una sonrisa es muy delicado, lo que no sucede casi nunca con lo que pretende arrancar una lágrima. Puede, por lo mucho, parecer cursi o sensiblero, pero raramente ofensivo.

Lo peor del asunto es que la gente no sabe de qué se ríe hasta que ha dejado de reírse. Es entonces cuando, en el mejor de los casos, cae en cuenta de que se ha reído de algo doloroso para sí mismo o misma, o bien, que se ha reído de una estupidez sin importancia, de algo que no tiene nada que ver con su propia vida, sino con hacer mofa del otro.

Considero entonces, que hay que cultivar la risa, reeducarla, del mismo modo como educamos día a día la mirada, la palabra, el pensamiento. Hemos abusado de nuestra capacidad de reír y lo hacemos de cualquier simpleza... algunas veces es bueno, pero no cuando se hace costumbre. El llanto es más reprimido en general, quizás haya que usarlo más a menudo para reconocernos como seres humanos completos, y al reírnos usar más la inteligencia, de modo que el jolgorio sea más placentero y menos vacío.


lunes, 20 de octubre de 2008

¿Arte en las escuelas?

El día de ayer acudí a una función de teatro en el Centro Cultural San Ángel. La puesta en escena sería una adaptación de la tragedia de Sófocles, Edipo Rey. El boleto costaba $80.00 pesos y había que estar cinco minutos antes de que iniciara la función. ¿Qué tiene esto de particular para que haya decidido dedicarle una entrada en mi blog? Pues que se trataba ni más ni menos que de una función especial para los alumnos de escuelas secundarias oficiales (hasta se me enchina la piel nada más de acordarme).

Ya el año pasado me había tocado presenciar un desagradable espectáculo en el Teatro Libanés en las mismas condiciones, y no precisamente sobre las tablas, sino desde las butacas: los alumnos en cuestión (pues la etimología latina de la palabra a-lumus: sin luz, nunca estuvo tan bien aplicada en ellos) se pasaron gran parte de la función de Medea en la risilla tonta, los molestos cuchicheos y los silbidos. Fue tal vergüenza de comportamiento, que el director de la compañía teatral se mostró a punto del infarto por tanto coraje, se desconcentró en escena y por poco manda todo al diablo gracias a un grupo de granujas que, escudándose en la oscuridad y apostados en los asientos de hasta atrás, reían y murmuraban como si estuvieran en la sala de su casa (yo ni en la sala de mi casa permito que no me dejen ver mis programas a gusto, pero bueno...).

El caso es que, aunque en menor medida, la indisciplina esta vez no fue la excepción. Los tres profesores de la materia de español que habían tenido esa genial idea, se veían impotentes ante la gran cantidad de chamacos que iban sin sus padres, instalados en la anarquía total, metiéndose en la fila cuando llegaban muy tarde, empujándose unos a otros, comiendo en plan estadio de fútbol, y chiflando por que los dejaran entrar de un momento a otro.

Yo era una madre de familia "colada" en la fila, sufriendo la embriaguez de mi observación antropológica. Por fortuna no tenía una libretita que me permitiera hacer apuntes porque no hubiera sabido por dónde empezar. A mi lado un par de mocosos insufribles se pasaban molestando a un niño moreno de semblante tranquilo que estaba formado justo detrás de mí. Al pobre niño no lo bajaban de "puto", "pendejo" y otros calificativos soeces que me lastimaban muchísimo por ver que el aludido no reaccionaba de ninguna manera.

Las chicas más guapas se valían de sus lindas caras o de sus estratégicos abrazos para conseguir un lugar privilegiado. Un par de jóvenes se metió en la fila unos lugares adelante de donde yo estaba, y al preguntarles sutilmente si estaban formados, se hicieron los locos y se quedaron ahí nada más porque se les dio la gana meterse. Como el tiempo transcurría, los mencionados chiflidos se hicieron presentes, lo mismo que la desaparición casi completa de la fila que originalmente habíamos formado con ayuda de una maestra . Una vez dentro de la sala, cada quien se empezó a sentar en donde se le antojaba, sin respetar el orden de los asientos, hubo que hacer uso del personal de seguridad del recinto para que todo estuviera más o menos en orden. Mientras tanto, el par de mocosos insufribles seguía lastimando con humillaciones al niño moreno de semblante tranquilo. Como habían quedado sentados en la misma fila que yo, bastó una mirada fulminante y un "¡Bueno, ya!" que no pude contenerme, para que la cosa quedara en paz... por lo menos en ese día. Hoy por la mañana vi al niño moreno y pude imaginar que las cosas en su vida diaria no cambiarían por esa frase, como no puedo cambiar la discriminación por completo, ni tampoco puedo cambiar lo que sigue.

La anterior anécdota me sirvió para preguntarme: Si los resultados cada vez que se invita a los alumnos a una función de teatro son desastrozos, ¿qué motiva a los maestros el quererles meter la "cultura" a fuerza, condicionando su asistencia a un impacto en su calificación? ¿Al menos podrían tener otra elección y llevarlos a ver otra cosa que no sean tragedias griegas? Digo, no es que el teatro griego sea malo, absolutamente todo lo contrario, pero estoy segura de que ni los mismos profesores (cuya edad es inferior a los treinta años, al menos en este caso) tengan ni la madurez ni la preparación para entender un texto de este nivel. ¿Cómo pretenden que un joven con las características que poseen los adolescentes de hoy día, se asombre y se identifique con los personajes, el lenguaje y las tramas del teatro clásico?

Por supuesto que la discusión de la salida giró en torno a los cuerpos de las actrices, a los contoneos de los mismos encarnando los personajes, y en que no se entendió ni madres lo que ahí arriba se dijo. ¿Recuperarían al menos en clase los elementos rescatables para darle una razón lógica a la insistencia por que fueran? ¿Mencionarían los elementos de la escritura dramática?, ¿Examinarían la original y loable forma de actuarlo en este caso, con elementos austeros como túnicas y máscaras?

-¿Qué les dijo el maestro hoy sobre la función de Edipo?
-Nada, sólo nos revisó que tuviéramos las preguntas contestadas y el boleto pegado en el cuaderno. (Las preguntas se las contesté yo porque conozco la historia, mi primogénita no entendió ni jota a pesar de que estuvo atenta)

Hay más preguntas, jamás se me acaban... ¿tuvo alguna ganancia esa salida a la calle? Estoy cierta de que, a no ser por la obligatoriedad del asunto, la gran mayoría de los padres de familia, jamás hubieran desembolsado ochenta pesos para asistir al teatro, mucho menos el doble para acompañarlos ellos mismos. En esta oportunidad, los chicos tuvieron la experiencia de conocer otro tipo de espectáculo más serio, así sea el primero y el último en sus inciertas vidas, pero...¿tuvo caso hacerles parecer el teatro como una cosa lejana, aburrida y anticuada? ¿No hubiera sido mejor llevarlos al parque a que jugaran al fútbol? ¡Y gratis!

¡Pero aún queda algo más grave! Es todavía más monstruoso desde mi perspectiva. ¿Por qué las compañías teatrales siguen haciendo estas funciones que no dejan nada al actor más que dinero? Digo, yo que ya he estado allá arriba, sé que un público que no aprecia, y que es más, termina aborreciendo ir al teatro para toda su vida, no tiene razón de ser. Ellos mismos cavan su propia tumba, sepultando el gusto por esa arte escénica, aunque refugiándose en la exigencia de los incultos profesores de español.

Estoy de acuerdo en que el teatro no debe morir, y que el actor no puede vivir de aire, pero es perversamente egoísta montar obras que no permiten que se dé esa magia indispensable para que el arte se sienta, para que los chamacos se callen la boca y salgan embobados, con ganas de más. Si quieren cobrar, que hagan algo bueno (insisto, no es que Sófocles y Eurípides no lo sean), que hagan algo congruente con el público al que van dirigido, y congruente con ellos mismos. No es posible seguir con esta idea absurda en todas las escuelas. La institución escolar tiene la obligación de acercarle al alumno espacios que tal vez no conocería por la mera iniciativa de sus familias, la escuela tiene que enseñar a vivir en sociedad, y para ello el acercamiento a las expresiones artísticas (ya no digo tanto el gusto o la apropiación de las mismas) son parte esencial de la vida humana. Pero si la escuela en vez de acercar, aleja, está alejando a los chicos de una posibilidad de conexión con lo mejor que como seres humanos poseemos: la libertad creativa.
Siento impotencia al no poder cambiar con un escrito en la web lo que sucede en cada escuela de México, pero confío en que sí puede hacerse, y en que el primer paso para hacerlo es ponerlo en palabras.