
El día de ayer acudí a una fiesta de niños. No importa tanto quién la organizó, de quién era el cumpleaños o los chismes menores a que podría referirme, sino la cantidad de cosas interesantes que sobre el ser humano y las tradiciones mexicanas reaprendí con mi asistencia a regañadientes.
Yo no sé si fue la tremenda gripe que se ha ensañado con mi vida últimamente, que me mantuvo alejada de la gente en el papel de mera observadora, lo que me hizo tener los ojos más alertas que de costumbre a todo cuanto pasaba a mi alrededor. Resignada a no poder abrazar a los sobrinos, amarrada a un paquetito de Kleenex y sonándome los mocos a cada rato, me dispuse a mantener mi virus fuera de la burbuja social.
Esto fue sólo el comienzo, ya que el no acercarme a saludar a medio mundo, o marcar distancia con la mano estirada, me hizo parecer que iba en plan de diva, ganándome así murmullos y miradas desconfiadas de la gente que no comprende que saltarse un protocolo tan simple como saludar de beso, no siempre obedece a actitudes mamonas, sino a precauciones más nobles.
Después de eso me dispuse a ver el show del mago, que por cierto, me cayó muy mal. Como cuatro veces se refirió a sus jóvenes ayudantes diciendo "Ya ven que los niños con Síndrome de Down sí sirven para algo". Me pareció una barbaridad. Por fortuna no había nadie con tal defecto genético en esa fiesta, pero creo que el maguito debería cuidar su lenguaje para no llegar a ofender a nadie.
Creo que de sus chistes sólo se reían quienes iban con la plena convicción de que tendrían que reírse, gente a la que le gusta que la entretengan, y de quienes mi poca disposición a la comedia esa tarde, no lograba comprender sus carcajadas. Lo único lindo de todo fue la inocencia de los niños, en su mayoría preescolares, que se creían las gracias del mago y se sorprendían con sus trucos...si bien sigue sin gustarme que utilicen animales para hacer lucir los actos, sé lo bien que eso vende entre los niños pequeños.
La hora de la comida llegó entonces: efectivamente había más adultos que menores, devorando en pantagruélica algarabía las carnitas que los anfitriones ofrecieron a sus invitados, y que mi falta de olfato me impidió degustar con la alegría que hubiese deseado.
Con la barriga inflada de tan masoquista alimentación, con los labios hinchados por abusar de lo picoso de la salsa, y uno que otro cinturón desabrochado para dejar escapar el gracioso eructo, así terminó la mayoría de la gente contagiándome el sopor de la sobremesa, que duró un tiempo incalculable, mientras yo me concentraba en mirar la diferencia de clases que se veía en los niños que brincaban en el castillo inflable. Tal diferencia no estribaba en las marcas de los zapatos que había en el suelo, y de los cuales tenían que despojarse para no romper el juguetote, sino más bien en el comportamiento que daba cuenta no de su estrato social, sino de su educación. En tal cosa radica la clase, en mi muy personal punto de vista.
La hora de la piñata, sin embargo, fue lo más interesante. Como siempre, es el momento cumbre de toda fiesta, luego de hacer algún intento, fallido o no, por estampar la cara del festejado o festejada sobre el pastel, y cantar Las Mañanitas en el entendido imaginario de que si no se canta, no se tiene derecho a una rebanada.
Pero el golpear a la piñata es un éxtasis no sólo para los niños que descargan su natural violencia contra una materia que no siente, sino también para algunas madres de familia, que parecen no haber tenido infancia. Nunca falta un grandulón o grandulona que no ha comprendido lo ridículo o ridícula que puede verse al lado de los pequeños que temen el momento en que lluevan dulces, a sabiendas de que serán masacrados por quienes actúan como si llovieran pepitas de oro.
Para quien no sepa de lo que estoy hablando, ésta tradición navideña se ha extendido a casi todo tipo de fiestas en donde haya niños involucrados, particularmente cumpleaños. Se trata de una figura de barro o cartón, a la cual se le dan golpes con un palo de madera hasta que se rompe y deja caer su contenido al suelo. Generalmente son dulces, fruta o juguetes.
Lo que no me gusta de esto, es que la gente se avalanza como si en ello le fuera la vida, madres de familia incluidas, con un pie adelante para agandallar cualquier cosa que puedan recoger para sus polluelos -o para ellas mismas, si es que son golosas- y si a la dichosa figura se le cae un brazo o una pierna de cartón, corren a recoger la basura como si se tratara de la última Coca Cola en el desierto. No me lo explico.
La única conclusión a la que puedo llegar es que es una representación de lo que puede obtenerse pasando por encima de los otros, arriesgando la vida por una golosina o un trozo de cartón, pues en medio de la euforia, quien está pegando a la piñata en turno, no mide la fuerza. La gente se expone a un batazo en plena cabeza. Y una vez que cae el contenido de la piñata al suelo, el chiste es no dejar nada, no escoger a ver qué premio te gusta o no te gusta, el chiste es apañar todo lo que tus manos y brazos abarquen - y en algunos casos, la panza y las piernas-. Es inconcebible. No me gusta ver cómo las mamás más decentes, esas que cuidan el impulso de sus pequeños y los previenen del peligro, se quedan con las últimas migajas, tal vez lo que rebota hasta sus pies, y mirando a sus hijos insatisfechos por tener en manos un sólo dulce. No es justo.
La alegoría de la piñata reflejada en la vida misma me hacen pensar que cuando me sienta enferma, mejor no voy a ningún lado, porque pensar de más siempre me hace sufrir...aunque nunca puede ser tan malo...