Quizá me suceda que mi inconsciente le ha endilgado una relación extraña con los tormentos del alma, con la parte obscura de mi adolescencia en donde a la menor provocación escribía versos cursis que en fechas recientes opté por borrar para siempre hasta de la Papelera de Reciclaje.
No me gusta leer poesía porque pienso que, distinguiéndose de otras formas de literatura, es como una lupa que transparenta la piel de quien la escribe, y con mucha regularidad lo que encuentro en las almas de los poetas no es algo muy agradable de descubrir ni me da buen sabor de boca.
Yo no escribo con palabras bien hechas, soy bloguera, criticona y bronca para escupir mis letras. Lo que en su momento consideré buena poesía extraída de mis cuadernos de juventud, con el tiempo no fue merecedora ni siquiera de un espacio en el bote de la basura virtual. Le tengo tirria a escribir sentimientos mal manejados, amores no superados, emociones desbordadas y sin embargo lo hago del único modo que sé: en blogs, notas de facebook y tweets que nadie me sigue. Esa doble sensación de anonimato y exhibicionismo que proporcionan las redes puede fascinarme.
Por eso viví alejada de los poetas -para mí todos ellos son malditos, a mí no me engañan- porque mi pequeño cerebro acostumbrado a la redacción a quemarropa de las noticias, al reto intelectual de los textos científicos, a la seducción casi cinematográfica de la narrativa y a la lógica bufona del teatro; no puede digerir los textos poéticos que son como un clavado al subconsciente, como un viaje a sueños ajenos, indescifrables, enredados y pachecos.
...
Pero algo pasó con un poemario que cayó en mis manos recientemente. Fui por voluntad propia a su presentación en sociedad, con inusitada curiosidad hacia las letras de una bruja que voló desde mi remoto pasado hasta el momento en que pude tenerlas en mis manos. Piedra al alba se llamaba.
Llegué tarde sin proponérmelo, y sólo alcancé a leer cómo su autora leía el último poema:
"...en tierra de ciegos existí
lo sé porque al alba escribo."
Se me erizó la piel tan pronto comenzó a leerlo. Mirarla ahí con su rostro de niña -no ha cambiado la condenada desde que íbamos en la prepa- repasando las líneas que al fin probaban la luz de los reflectores. Fue breve el momento porque de inmediato concluyeron las preguntas y había que ir por el libro, abrazarse, reír.
Caminé por el Centro Histórico de mi amada ciudad, un lugar mágico que se presta a recibir en su seno las más locas historias de amor, las más hondas pasiones, las más lúgubres tristezas y las más ingenuas esperanzas. Suspiré. Serían dos horas de camino a casa, pero traía una lectura en el bolsillo que devorar bajo las generosas luces del tren subterráneo.
Al principio fue la dedicatoria, pecosa sonrisa.
Luego la imagen de una niña en camisón largo cantando "toma el llavero, abuelita, y enséñame tu ropero, con cosas maravillosas y tan hermosas que guardas tú"
Ahí estaban no sólo esas cosas que la autora descubrió en aquél armario, sino los rostros, los viajes, los sabores y olores de un alma serena, luminosa. Como un recetario celoso que apenas revela ingredientes y procedimientos útiles para perderse en sí mismo, encontrarse y recibirse como se recibe a un amigo errante que vuelve a casa después de mil batallas.
De una bruja es la melena suelta de 'la Pipis', una muchacha de esas raras que uno conoce en esos años que definen la vida. De una bruja son los recuerdos en su casa de la montaña, jugando al libro mágico, soñando que habitaban fantasmas en la cocina tapizada de talavera, o que surgían los ovnis en medio del bosque, o que el Vampiro Canadiense cobraba vida desde el poster que adorna uno de los cuartos. De bruja es el susto porque en cierta bodega de madera en medio del jardín se escuchan ruidos raros, y todos corremos a refugiarnos con la adrenalina de lo imposible al interior de la casa. De bruja era oír a los Hombres G y asustarse porque cierta canción comenzaba con un susurro...
De bruja es la chica pandrosa en las Noches Coloniales, llegando a abrazarnos de brazos abiertos cantándome "¡¡Vieeeeja, déjame vieeeja!!" cuando la canción original en vez de 'vieja' decía 'piedra'.
Paso entonces al terreno del dominio público y encuentro no sólo el rumor de una suave amargura, propia y natural de las mentes conscientes; sino la lucidez de un humor inteligente, de ese que desde siempre cuestionaba a los maestros, a veces a boca de jarro, a veces desde el silencio.
Ahora lo entiendo: estoy frente a un alma vieja, por lo menos igual de vieja que la mía, contemporánea. Un alma que me sonríe y me guiña el ojo desde el más allá de mis recuerdos remotos, y que se convierte en una caricia para mi propio espíritu.
Mística y enamorada de la ensoñación, siempre distinta. Ella me enseñó qué era el Heavy Nopal, y por ella supe que el Just For Men también podían usarlo las mujeres.
Marian Pipitone con su rebozo multicolor, melena trenzada y uñas pintadas ya no es más 'la Pipis', la aprendiz de magia. Ya es una mujer sabia, poseída y fortalecida por el espíritu de sus ancestros, franca y diáfana, hechicera de las meras meras.
Hoy nos da a probar de ese bebedizo que sabe al hogar y al cosmos... Marian Pipitone no es 'una de esas poetas', ¡Dios la libre y nos libre con ella! Lo que ha publicado son pócimas secretas para adentrarse en su mente. Y yo... simplemente agradezco.
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