
Me tocó vivir una infancia feliz llena de representaciones simbólicas. Al menos una vez al mes acudía a la Basílica de Guadalupe a dar gracias a la Virgen por los favores recibidos, mi abuela me acostaba con una oración y me hacía besar la estampa de la señora vestida de tricolor. Crecí creyendo fervientemente en los Reyes Magos, así como en el Ratón Pérez y los Héroes de la Patria.
Cada lunes la directora del Colegio insistía en que había que fortalecer nuestras raíces, practicábamos danzas prehispánicas, escuchábamos aquéllos versos de Nezahualcoyotl recitados con voz grave: "No para siempre en la tierra, sólo un poco aquí...", ambientada con sonido de caracoles. Cantábamos con fervor el Toque de Bandera y el Himno Nacional. Se me enchinaba la piel cuando escuchaba las notas de "¡Oh, Santa Bandera de heroicos carmines...!", y la interpretaba con el pecho henchido de orgullo en el coro, del mismo modo que marchaba en la escolta al compás del precioso Himno de la Escuela Naval Militar. ¡Y qué decir de la emoción de avanzar lentamente con la Marcha Dragona, estremeciéndome con las notas temblorosas de la trompeta y el sonido sordo de los tambores de la Banda de Guerra!
Me enseñaron a escuchar "Mexicanos al grito de guerra..." siempre de pie, saludar a mi bandera con la mano en el pecho, y persignarme al pasar frente a una iglesia o ver la cruz. ¡Qué tiempos aquéllos de inocencia y orgullo patriótico!
Cada vez que veía las Olimpiadas y por algún capricho de la naturaleza, un compatriota se llevaba el oro, me sentía feliz y dignamente representada como mexicana, lo mismo si la Selección de Fútbol metía un gol en el Mundial.
De pronto comencé a detestar el exceso patriotero de la gente a mi alrededor. La emoción por el soccer se me esfumó y en su lugar se quedó a vivir en mí el fastidio por la afición masiva a ese deporte. Me cayó mal Benito Juárez y su historia del indiecito que toca la flauta y cuida ovejas, me aburrió la historia de Juan Escutia envuelto en una bandera cayendo al precipicio, y dejé de llorar con las películas de Miguel Hidalgo y (el ahora San) Juan Diego. Lo inevitable había pasado: definitivamente había crecido, y ya hacía mucho tiempo que me había cansado de rezarle a la Virgen y odiar su carita mustia que nunca me volteaba a ver.
Me enrolé en el ardor de sentirme verdaderamente indignada por la injusticia social, por los abusos del poder y las vergüenzas históricas. Con tristeza veía que las marchas no eran lo románticas y pegadoras que fueron en los sesentas, e incluso deseé haber muerto en la Plaza de las Tres Culturas como la protagonista de Regina. Me identifiqué con el pueblo, con el rezago y la pobreza de los indígenas y los campesinos, me inspiré en las canciones de protesta y las ideologías de izquierda, mi malicia aumentó, así como mi natural desconfianza... pero al poco tiempo dejé de sentirme aguerrida.
Hoy que miro el mundo desde otro palco, me hastía el sombrero de Pique, y las barras tricolores que dejan pintado un listón en la cara, el mariachi y el tequila. Me choca el nacionalismo exagerado, las patadas de ahogado de un festejo que ya no tiene mucho que celebrar. Ya parece de humor negro llenar las plazas y gritar Viva México, cuando aquéllas representaciones que en mi infancia tenían simbolismo sacro, hoy por hoy se han desmoronado y desteñido por la historia. Ya no hay figuras inmaculadas: ni el presidente, ni la bandera, ni la policía, ni la iglesia, ni la familia, ni los héroes de monografía, ni la lírica de Francisco González Bocanegra.
Me duele la Patria, me viene doliendo desde hace años, me punza como una herida infectada, me asusta y por el momento, me paraliza. ¿Cómo enseñar a mi descendencia el sentido patriótico? ¿Cómo hacer que se ponga de pie ante el lábaro patrio? ¿Cómo volver a rezar aquélla oración que decía mi abuela, esa que memoricé a razón de recitarla noche a noche con fe y devoción, y que hoy me arranca lágrimas secas de desconcierto? Estoy en busca de respuestas...
"Virgen Santísima de Guadalupe, Madre y Reina de nuestra patria.
Aquí nos tienes humildemente postrados ante tu prodigiosa imagen.
En Ti ponemos toda nuestra esperanza.
Tu eres nuestra vida y consuelo.
Estando bajo tu sombra protectora, y en tu maternal regazo, nada podremos temer. Ayúdanos en nuestra peregrinación terrena e intercede por nosotros ante tu Divino Hijo en el momento de la muerte, para que alcancemos la eterna salvación del alma.
Amén."